lunes, 16 de marzo de 2015

Hablemos de impuestos

Para algunos distinguidos lectores de esta columna, un filósofo no debería hablar de economía. No obstante, como lo he indicado en muchas oportunidades, la filosofía está en la base de las diferentes ciencias del conocimiento y la economía no es la excepción; dicho en otras palabras, la filosofía atraviesa transversalmente a todas las ramas del conocimiento y aquellos que no logran captar esta realidad, muestran falencias importantes en su formación o un entendimiento muy limitado de la realidad.
Está claro que desde la filosofía, no nos va interesar discutir sobre temas tan puntuales como el hecho generador de la obligación tributaria o sobre los títulos de deuda pública para allegar recursos a las finanzas del gobierno. Lo que a nosotros nos interesa, insisto una vez más, es hablar de los fundamentos que sustentan a los impuestos, ya que en estos tiempos hay personas que pierden de vista las razones que dan sentido a la economía, a saber: satisfacer las necesidades humanas con los limitados recursos que existen.
La palabra impuesto viene del término latino “impositus” y no hay que ser muy brillante para deducir que se corresponde con el verbo imponer, es decir, los impuestos son una imposición que se hace a las personas por parte de aquellos que tienen el poder de hacerlo. Históricamente, quienes han tenido o poseído la fuerza física, son los que han obligado a quienes no la tienen; es decir, imponen una obligación cuyo cumplimiento es exigido por aquella persona o grupo que tiene la mayor fuerza en la sociedad respectiva.
Como también hemos mencionado en otro momento, el poder político consiste en tener o poseer la fuerza física para hacer cumplir la voluntad de una determinada persona o grupo. A diferencia del poder ideológico o del económico, el poder político se manifiesta haciendo obedecer a las personas a través del uso de la fuerza física; es decir, en el pasado si una persona no estaba de acuerdo o no quería pagar un impuesto establecido por quien tenía el poder político, se le obligaba por medio de soldados o mercenarios a hacerlo, o en caso contrario, se le despojaba de sus bienes por la fuerza y se le sometía al trabajo esclavo o a la cárcel.
Con el advenimiento del Estado moderno, el uso de la fuerza física pasó a ser monopolizado por el Estado, sin embargo, los impuestos continuaron siendo decisiones que se tomaban por aquellos que tenían el poder político. Especialmente en la época del absolutismo europeo, las monarquías impusieron a sus súbditos tributos para financiar guerras o grandes palacios; muy pocas veces aquellos impuestos sirvieron para hacer obra pública o para mejorar la vida de las personas, ya que aquellos recursos se utilizaban para financiar los privilegios de la nobleza y de las familias reales que tenían el poder político.
Fue la filosofía de los autores iusnaturalistas que abogaban por la existencia de derechos naturales de las personas, la que sirvió de base para que la ideología liberal promoviera el establecimiento de límites al poder político de lo monarcas. Con base en esas ideas se consignó que la soberanía del Estado correspondía al pueblo y que las decisiones que afectaban a todos los miembros de la sociedad, no podían ser adoptadas de manera arbitraria o antojadiza por parte de quienes ejercían el gobierno del Estado.
Es así como surgió, por una parte, el Estado liberal cuyo objetivo principal fue limitar el poder político de quienes ejercían el gobierno, objetivo que se materializó por medio del Estado de Derecho y el respeto del principio de legalidad. Como complemento de este proceso histórico, más tarde nacería el Estado democrático que tenía como propósito arrebatar a los monarcas la potestad de decidir y promulgar las leyes que debían ser cumplidas por cada uno de los miembros de la sociedad.
Debido a que en aquellos tiempos ya no era posible ejercer la democracia directa de los antiguos debido al crecimiento de la población y a las grandes extensiones territoriales de los Estados, el Estado Democrático desarrolló la estructura y procedimientos de la democracia representativa. En otras palabras, la soberanía de cada una de las personas de la sociedad iba a ser delegada a sus representantes para que ellos, en su nombre, emitieran las leyes con base en las cuales se iban a regir las personas designadas para ejecutar lo dispuesto en la ley.
Es así como en materia de impuestos y en otras materias, la decisión que antes el monarca tomaba de manera arbitraria ahora debía contar con el consentimiento de los súbditos a través de la aprobación de una ley. Dicho en términos más modernos, el poder político ejercido por medio del Estado no podía imponer tributos de forma arbitraria sino que ahora requería que los ciudadanos, por medio de sus representantes, emitieran su consentimiento para auto imponerse el pago de tributos a través de la aprobación de una ley que así lo dispusiera.
Es por ello que corresponde a los representantes de los ciudadanos a los que se les ha encargado la función de legislar, valorar y decidir sobre la creación, modificación o eliminación de los impuestos. Ni los representantes del pueblo que han sido comisionados para ejecutar las leyes y tampoco aquellos a los que se les ha encomendado juzgar el cumplimiento del ordenamiento jurídico, tienen la posibilidad de legislar en materia de impuestos; nos guste o no, le atañe a los legisladores decidir en nombre del resto, si se crean nuevos impuestos, si se modifican los que hay o si se eliminan algunos de los existentes.
El problema es que, al igual que en el pasado, hay personas a los que se les dispensa de pagar impuestos o que pagan menos que otros. En efecto, si en los Estados absolutistas los privilegiados eran las personas vinculadas a la nobleza o al clero, en la actualidad también hay personas que no pagan impuestos o lo hacen en menor medida; el asunto no es nuevo y está relacionado con las relaciones de poder que se han dado a lo largo de la historia en esta materia, es decir, hay personas o grupos que han logrado crear o mantener privilegios fiscales a costa de otros grupos sobre los cuales han recaído los impuestos aprobados en el órgano legislativo.
Por eso, antes de discutir sobre la creación, modificación o eliminación de impuesto, primero se debe contestar las siguientes preguntas: ¿Cómo está distribuida la carga tributaria que en la actualidad rige en Costa Rica? ¿Qué porcentajes son los que aportan cada persona, grupo, sector o actividad, en materia de impuestos? ¿Sobre los hombros de quién o quiénes está recayendo los ingresos del Estado costarricense?
La contestación a las anteriores preguntas no se resuelve indicando lo que establece la ley en cada caso, porque ello nos daría un dato formal que no necesariamente se corresponde con el aporte real que realizan los contribuyentes. En otras palabras, al mismo tiempo que respondemos las anteriores preguntas, habría que cuestionarnos: ¿Cuál es el aporte real de los diferentes sectores al erario público? ¿Qué porcentaje de lo que le corresponde pagar a cada contribuyente es efectivamente pagado?
Aquí nos vamos a encontrar que en Costa Rica sucede un fenómeno similar al que ocurría en las monarquías europeas, ya que los ingresos del Estado recaen en su mayoría en las personas o grupos que menos tienen. Debido a las relaciones de poder y a los intereses que defienden los diputados que han estado en la Asamblea Legislativa en los últimos treinta años, la carga tributaria está sustentada en impuestos indirectos o regresivos y no al revés; en otras palabras, las leyes aprobadas por estos diputados han gravado a los sectores con menos ingresos y han favorecido a los que más tienen.
Asimismo, se han concentrado en aprobar o aumentar los tributos en aquellas actividades en que la posibilidad de evasión en mínima y, en contraste, se han olvidado de gravar aquellas en que la evasión es más acusada por la falta de controles o por la impericia del Estado en la detección de los mecanismos de evasión. Dicho en palabras sencillas, por ejemplo, se ha preferido crear un impuesto al salario de los empleados públicos en lugar de gravar el impuesto sobre la renta; se ha aumentado el impuesto sobre las ventas, en lugar de aumentar el impuesto a los dividendos de las empresas; se ha preferido gravar a los trabajadores en lugar de gravar a los que tienen sus dineros en paraísos fiscales o en la banca off shore.
Los trabajadores aunque quisiéramos no podemos evadir al fisco porque el impuesto es retenido en la fuente, en cambio, los empresarios (no digo que todos) tienen diferentes mecanismos para no pagar impuestos. Todo el mundo sabe que hay algunos que declaran gastos que no son ciertos utilizando escudos fiscales, algunos tienen el descaro de declarar todos los años pérdidas o que no tuvieron dividendos, en fin, se trata de personas que tienen el dinero para pagar a profesionales para que busquen los portillos legales y contables para evadir al fisco. ¡Y si te vi, no me acuerdo!
La cultura de estos sectores es tan arraigada que cuando se aprobó el impuesto a las casas de lujo, estuvieron atentos a ver cómo lograban evadir su pago. Se presentaron diferentes acciones legales mientras tenían tiempo para ingeniarselas para segregar terrenos que en la realidad son un sólo inmueble, pero en Registro Público aparecen inscritos en dos o más propiedades independientes; en otras palabras, aunque no se puede generalizar, está gente aplica la ley del embudo y no tienen el menor sonrojo de aprovecharse de un Estado cuyos ingresos descansan en los hombros de los que menos tienen.
Por eso, antes de hablar de crear, modificar o eliminar impuestos, hay que pedir al Poder Ejecutivo y al Legislativo que expliquen la distribución de la carga tributaria y quiénes son los que realmente están aportando a los ingresos del gobierno. Una vez que tengamos clara esa información y que la mayoría de costarricenses entienda la inequidad que hay en este aspecto, lo que procede es una redistribución de los impuestos que ya existen; si son los trabajadores los que más aportan, por ejemplo, lo que corresponde es una redistribución en la que las empresas y sus accionistas equilibren o aumenten el aporte del sector laboral.
Se puede alegar que ello supondría de por sí una modificación, sin embargo, no es lo mismo modificar los impuestos que ya existen a cambiar aumentando los porcentajes de los impuestos vigentes. En efecto, no es igual que se tenga claro que el impuesto de ventas se paga con independencia de los ingresos del contribuyente y que se debe cambiar ese criterio para tomar en cuenta los ingresos de las personas.
Estamos claros que con la introducción del Impuesto al Valor Agregado (IVA) se genera un cambio en la forma de recaudar, pero el criterio de justicia tributaria se mantiene igual. Utilizando la clasificación aristotélica clásica entre justicia conmutativa y justicia distributiva, se mantiene el primer criterio en lugar de cambiar al segundo, con lo cual la carga tributaria seguirá sobre los hombros de los que menos tienen; en otras palabras, si el costarricense más millonario va a cenar al mismo restaurante al que asiste cualquier trabajador, a ambos se les cobrará el mismo porcentaje por concepto de IVA, sin embargo, entre uno y otro hay por lo menos varios millones de colones de diferencia.
En síntesis, antes de entrar a un debate sobre impuestos, pongamos en claro: Sobre qué personas descansa la estructura tributaria costarricense y quiénes son los que sí pagan los impuestos. Si la mayoría de costarricenses tuvieran consciencia de la respuesta de estas dos preguntas, difícilmente se hubiera permitido que las cosas llegaran al grado de inequidad tributaria al que hemos llegado.
Recordemos las palabras de uno de los padres fundadores de los Estados Unidos y para que no digan que la solicitud de un criterio de justicia distributiva es un asunto de izquierdas, decía Thomas Paine: “Hay dos clases distintas de personas en la nación, aquellos que pagan impuestos y aquellos que reciben y viven de los impuestos”.

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