lunes, 9 de febrero de 2015

En política hay que ser realista

La persona realista es aquella que observa y comprende la realidad tal y como es. A la hora de mirar los acontecimientos, el realista se concentra en lo que hay y no en lo que quisiera que hubiese; deja de lado sus deseos o ilusiones y se dedica a entender las cosas como se presentan en el mundo de los hechos puros y duros.
El realismo es una de las tantas formas de entender la vida. Encontramos realistas en el mundo del arte en contraposición con el surrealismo que es su perspectiva opuesta; en otras palabras, una pintura realista como “El taller del pintor” de Gustav Courbet, inevitablemente, contrasta con una pintura surrealista como “La persistencia de la memoria” de Salvador Dalí. ¡Son formas diferentes de ver la vida!
En la literatura el realismo se ha caracterizado por oponerse a la literatura del romanticismo y por utilizar la descripción como herramienta. A diferencia de las obras de los autores del movimiento romántico, el realismo en literatura supuso una prosa en el relato de los problemas sociales ¡La novela de Flaubert y Baudelaire también iban a contrastar con las de Goethe y Schiller!
En la filosofía jurídica el realismo ha sido acuñado para oponerse al iusnaturalismo moderno y también al positivismo jurídico. Autores escandinavos como Alf Ross y Karl Olivecrona o estadounidenses como Jerome Frank y Karl Llewellyn han abogado por describir lo que realmente ocurre en el mundo jurídico; es decir, en lugar de hablar de la independencia entre poderes o de la sana crítica racional de los jueces, por ejemplo, se han dedicado desnudar estos mitos y a mostrar cómo funciona la relación entre poderes o la administración de justicia que realizan las personas de carne y hueso.
De igual forma, en la filosofía política, el realismo ha estado presente desde el siglo XVI. Le debemos a Nicolás Maquiavelo el hecho de haber descrito de manera clara y descarnada, cómo funciona la actividad política desarrollada por los seres humanos; en otras palabras, en “El Príncipe” el autor florentino no dice cómo debería ser el político o cómo le gustaría que fuera la acción de los políticos, lo que se dice es cómo se comportan los políticos y cuáles son las acciones que ha realizado a lo largo de la historia. ¡Es mejor ser temido que amado decía el florentino!
El realista tiene en los hechos históricos la principal muestra de cómo funciona la política. La historia muestra que las personas que se dedican a esta actividad son seres humanos que, por abrumadora mayoría, se caracterizan por no ser virtuosos; se trata de seres humanos que ambicionan el poder para imponer su voluntad a los otros miembros de la sociedad, mienten y engañan a sus semejantes para conseguir sus propósitos, buscan satisfacer sus intereses y ello les lleva a tener una conducta egocéntrica.
Y es que la historia nos demuestra que debido a estas características de los políticos, ha sido necesario limitar el poder que los ciudadanos le han concedido. Ha habido necesidad de establecer qué pueden hacer (principio de legalidad), qué procedimientos deben seguir (actos de gobierno y administrativos) y qué sanciones se les aplicaría (régimen punitivo) en caso de no conducirse de acuerdo con el ordenamiento jurídico. La virtud es una excepción en la conducta de los políticos, lo que ha imperado a lo largo de la historia son los vicios y por eso se han creado mecanismos para controlarlos.
Por supuesto que al hablar del político estamos hablando del Zoon Politikon aristotélico, estamos hablando de los seres humanos. Entre la antropología política concebida por Thomas Hobbes que veía al ser humano como un animal violento, interesado y mentiroso y la esgrimida por Rousseau como un animal pacífico, bondadoso y éticamente correcto, la historia de la humanidad le ha dado la razón al filósofo inglés.
El realista, en consecuencia, no cree en aquellas palabras que suenan bonito y que promueven en las personas lo que le gustaría que fuera pero no es. No cree en frases vacías como: “Vamos a hacer de Costa Rica el primer país desarrollado de la América Latina”, “Vamos a refundar el partido para retomar los ideales históricos y a la vez modernizarlo”, “Vamos a gobernar con transparencia y honestidad”, “Vamos a reducir la pobreza y haremos una mejor distribución de la riqueza”, “Habrá tanto empleo y tan buenos salarios, que cada trabajador podrá comprar un carro del año”, en fin, podemos seguir poniendo cualquier cantidad de ejemplos.
El problema del realista es que la evidencia histórica le generan una visión pesimista de la realidad. Ante tanta mentira, engaño, intereses creados, pobreza, desempleo y demás vicisitudes (vicios) que observa, no tiene esperanza; además, como su realismo se sustenta en la prueba empírica, no pierde de vista que la esperanza es una virtud teologal y su visión de la vida le lleva a desarrollar una acción laica para no pecar de incoherente.
El realismo político permite estar atento para no ser arrastrado por la retórica de los políticos de toda la vida. Aunque nunca se está vacunado totalmente contra los cantos de sirena, el realista desconfía permanentemente de todos, especialmente, de aquellos que ya han demostrado con sus hechos que su dicho no coincide con sus acciones.
El problema del realista es que está en minoría. Su soledad es inmensa porque la mayoría de las personas necesitan tener esperanza y no desesperanza, prefieren creer en algo a no creer en nada, requieren de evadir la realidad en lugar de ponerse a pensar en las desventuras de su existencia individual y social; pero mientras esto sucede y buscan distraer su atención para no ver la realidad, hay personas que sí dan rienda suelta al engaño, al lucro y a una voluntad que hace mucho tiempo ha aprendido a evadir la normativa formal que en algún tiempo sirvió para limitar las arbitrariedades del poder.
El realista termina arrastrando un pesimismo de la razón aunque no de la voluntad. Su realismo le permite estar mejor preparado para intentar cambiar las cosas y enfrentarse a los que actúan entre bambalinas; sin embargo, la frustración le invade cuando observa que los más desfavorecidos, los que deberían luchar con más ahínco por cambiar las cosas, están más interesados en recibir la caridad de aquellos a los que deberían combatir. ¡La caridad también es otra virtud teologal!
Y es que ante semejante panorama, el realista termina perdiendo la fe. No solo se desilusiona ante lo que observa en la actualidad y lo que ha visto del pasado, sino que también termina perdiendo la fe en un ser humano que evade su realidad y por unas migajas, entrega su vida a un modo de vida que cada vez lo hace más pobre desde el punto de vista material y espiritual.
El realista en general y el realista político en particular, al final, termina diciendo: Creo que no creo. Aunque como laico conserva las virtudes de la tolerancia, la moderación y la duda metódica, termina perdiendo o por lo menos teniendo un proceso de desafección, en relación con las virtudes teologales de la esperanza, la caridad y la fe.
Aunque las razones del realista, como se observa, no son las mismas que las de otras personas, al final termina estando en buena compañía. Sin embargo, aún así, son más los que necesitan creer en un salvador cuatrianual que ahora vuelve cada cierto tiempo, son mayoría los que prefieren los cantos de sirena a la cruda realidad, nos superan en número los que prefieren callar y divertirse en contraste con los que están dispuestos a hablar y sacrificar su tiempo en una empresa que consideran utópica.
Pero bueno, como decía un graffitti del mayo 68 francés, pintado en la Estación Censier-Daubenton de la línea 7 del metro de París: “Seamos realistas: pidamos lo imposible”.

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